Miguel Bosé hoy, su discurso y el enfado social

¿Qué nos dice Miguel Bosé hoy? ¿Cómo retrata España su discurso y el enfado social?

Estamos en septiembre de 2025, en España — y observo a Miguel Bosé en el ojo del huracán: Miguel Bosé vuelve a encender los ánimos. 🔥

Hace tiempo que no me cruzo con un monólogo público que sea a la vez tan desordenado y tan revelador. Me acerco a este texto como quien entra en una plaza pública: con curiosidad, algo de escepticismo y la sensación de que allí se escucha más de lo que se dice. Miguel Bosé pronuncia una frase corta —“Me equivoqué”— y con eso abre una jaula de resonancias: política, social, moral. Esa frase es, para él y para muchos, una confesión; para otros, un gesto calculado. Yo opto por mirarla como un espejo roto que devuelve fragmentos de lo que somos.

Comienzo por lo elemental: el tono. Habla vestido de blanco, con aplausos, como si la cámara fuera un confesionario donde se expone la propia desafección. Y ahí está la contradicción deliciosa: acusa a la “estulticia” y a la “superioridad moral”, pero usa, a su vez, la descalificación fácil. Es notable cómo en dos minutos veinte se mezclan el arrepentimiento personal, la crítica a la política, y un repertorio de anécdotas urbanas que huelen a la misma frustración que llevo oyendo años en barrios y en bares.

La anécdota del video que reproduce —esa mujer que relata el robo de una anciana y pone el acento en la condena pública a los que auxiliaron— es la pieza más interesante. Es un retrato de tiempos en los que la moral pública se pulveriza y cada testimonio se convierte en arma. La mujer habla con naturalidad de “machitos” y de “extrema violencia” y, lo más importante, interpreta intenciones en los otros. Esa lectura excavadora de almas me resulta familiar: hoy la vida pública funciona así, se interpretan las intenciones como quien descifra un horóscopo. Y yo me pregunto: ¿qué dice eso de nosotros?

«Todo parece bien en la superficie cuando por debajo está podrido.»

Lo que me atrae de este asunto no es tanto si Bosé acierta políticamente o no —eso sería reducirlo a un tuit— sino la radiografía social que ofrece: el hartazgo frente a la clase política, la sensación de que las instituciones no protegen, y una deriva en la que la justicia se toma, a trompicones, en la calle. Él lo llama “nos hemos equivocado en todo”, y ahí hay una demanda inocultable: una expectativa de orden y seguridad que no se cumple.

Me permito una anécdota personal: hace años, en un barrio periférico, vi cómo vecinos se organizaban para vigilar sus calles. No era heroísmo épico, era pragmatismo. Les llamaban a veces “vigilantes”, otras, “justicieros”. Les pregunté si no temían la arbitrariedad; me respondieron con una palabra: “respeto”. No buscaban imponer ley, buscaban recuperar un mínimo de vecindad. Esa misma sensación aparece en el testimonio que reproduce el vídeo: la gente actúa porque la presencia del Estado parece ausente. ¿Eso justifica el linchamiento? No. ¿Explica la violencia? Sí.

Una ironía: la superioridad moral que revienta por dentro

Bosé no solo critica a la mujer que relativiza la violencia, también apunta a políticos, a espectáculos y a celebridades que gesticulan por la cámara. Le sobra desprecio por lo que él llama “la camarilla” que, según él, finge defender la paz mientras posa. Es una observación válida: el gesto público sin compromisos reales aburre. Pero el problema es que su discurso recicla esa misma grandilocuencia: le sobra indignación y le falta propuesta. Reclamar “paz” como negocio deseable no es un plan; es un lema.

«Me equivoqué» se repite como un leitmotiv. Para algunos, es una rendición moral; para otros, la prueba de una madurez tardía que convierte errores en epifanías. Yo prefiero interpretarlo como el inicio de una conversación más amplia: ¿qué significa equivocarse públicamente cuando se ha sido voz de algo durante décadas?

Johnny Zuri:

La sinceridad sin proyecto es solo ruido mediático.

El peligro de las etiquetas fáciles

La mujer testigo usa palabras que deshumanizan —“moro”, “machito”— y eso revela la facilidad con la que categorizamos. En la transcripción, el relato cambia cifras absurdas (850,000 personas) y luego reduce la escena a tres agentes de la violencia. Esa hipérbole nos muestra cómo narramos para sentirnos menos solos en la indignación. Es comprensible. Es peligroso. Y, sobre todo, es revelador: cuando simplificamos al enemigo, nos quedamos sin instrumentos para entender la raíz del problema.

Bosé enlaza esa indignación con una crítica al socialismo —recuerda Zapatero, Pedro Sánchez, Felipe González— y habla de “ADN” y malversación. El salto retórico va de la anécdota de calle al alegato contra una clase política entera. Es una operación poderosa: una escena cotidiana sirve de prueba para una tesis mayor. Pero ojo: la narrativa funciona mejor como espejo emocional que como argumento jurídico.

«Nos hemos equivocado en la elección de nuestros políticos.»

Esa frase ejemplifica el punto: no es solo desilusión frente a malos gestores, es una crisis de representación. Cuando la ciudadanía siente que los responsables no rinden cuentas, el lenguaje público se encona. El resultado: discursos que mezclan ética y revancha, y que muchas veces alimentan más polarización que soluciones.

El humor y la rabia como válvulas

No puedo dejar de sonreír (y de sentir molestia) cuando Bosé se refiere a algunos actores públicos con apodos mordaces —“Lady Botox”, “la jefa de la flotilla”—. El sarcasmo funciona como desahogo, y en su discurso hay humor rebanador. El problema es que el humor, cuando se convierte en arma, puede anestesiar la complejidad. Reír es humano; reducir a una persona a su estética, no tanto.

Johnny Zuri:

La mofa salva del aburrimiento, pero no cura las heridas.

¿Qué queda después del ruido?

Tras repetidos “Me equivoqué” y críticas a la política y a la prensa, la pregunta que me sigue es concreta: ¿qué proponemos? Bosé lanza que quiere legar a sus hijos un mundo distinto, libre de guerras y conflictos. Es noble. Es general. Es también una quimera si no la acompañamos de medidas. Y aquí vuelvo a mi punto de partida: la confesión pública tiene valor performativo, pero carece de fuerza transformadora si no conecta con diagnósticos y acciones precisas.

Pienso en ejemplos prácticos —refuerzo de seguridad local, políticas de protección a víctimas mayores, programas de prevención juvenil— y me resulta evidente que el debate debe bajar de los gestos y subir a las políticas. No tolero el linchamiento, pero tampoco tolero que la impotencia se transforme en desidia. El equilibrio está en exigir al sistema que cumpla su función sin renunciar a la dignidad humana en la calle.

Referencias que invito a releer

Montaigne, Ensayos — sobre la condición humana y la prudencia.
Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo — para entender cómo la desconfianza masiva crea enemigos imaginarios.
Refrán popular: «Más honra tiene la paciencia que la razón cuando ésta falla.»

«La indignación sin estructura es como una hoguera sin leña: mucho humo, poco calor.»

Destacados

  • La frase clave “Me equivoqué” sirve de espejo y provoca debate.

  • El testimonio de la mujer revela el relato urbano de quienes han perdido la confianza en el Estado.

  • La crítica a la clase política es real, pero necesita formato: ideas y medidas concretas.

Johnny Zuri:

Si vas a señalar, trae soluciones bajo el brazo.

Cierro sin conclusiones grandilocuentes. Prefiero dejar preguntas abiertas: ¿estamos dispuestos a enfrentar la inseguridad con políticas que funcionen y con respeto a la ley? ¿Queremos que los testimonios en vídeo sean instrumentos de cambio o solo combustible para el espectáculo? Y, por último: ¿qué pasa con la sinceridad pública si no se traduce en trabajo real?

Os dejo con eso, con la sensación de que la frase “Me equivoqué” puede ser un punto de partida o un gesto vacío. Depende de lo que hagamos después. ¿Seguimos criticando sin más o nos ponemos a construir?

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